Eureka por una Tierra redonda

Hoy sabemos que la Tierra es redonda, pero para los pensadores de hace muchos siglos no fue tan sencillo llegar a esa conclusión.

En el año 600 a. C., tras la caída del imperio Asirio, estaba muy próximo a constituirse el mayor imperio que jamás había conocido la Humanidad: el Imperio Persa, cuya longitud máxima fue de 4.800 km, y que se extendió desde Cirenaica hasta Cachemira.

La mayor parte de sus habitantes no eran conscientes del tamaño de semejante coloso, dado que eran gentes normales que nacían, vivían y morían en la aldea que los vio nacer; o, como máximo, viajaban a la aldea o población vecina para comerciar o visitar a parientes.

Sin embargo, los soldados y los mercaderes sí que recorrían grandes extensiones, los primeros por las campañas militares y los segundos debido al comercio. Y de alguna forma tenían una noción de la inmensidad de las tierras que habitaban.

Para todos (gentes normales, mercaderes y soldados), la Tierra parecía ser una superficie plana, sólo salpicada por algunas irregularidades, tales como montañas y valles.

Pero ¿cuál era el final de esta Tierra plana? ¿Dónde estaban sus límites?

La experiencia decía que cuando se acababan las tierras comenzaba el océano y que, cuando subías a una embarcación y navegabas durante días, el océano parecía no agotarse. Por tanto, ¿era el océano el límite de toda la Tierra? Y si era así, ¿cuál era el límite de las aguas? ¿Por qué no se precipitaban al vacío desde los supuestos y lejanos límites?

El Universo rectangular

Los pensadores del 600 a. C. intentaron solucionar las incógnitas que planteaba el dilema de una Tierra plana, pensando en ella como una enorme bandeja (que contenía a la tierra firme y a los océanos que la rodeaban) cubierta por una bóveda celestial que se ajustaba a la bandeja por todos sus extremos.

Esto impedía que el agua de los mares se derramase. En otras palabras, algo así como cuando tenemos un pollo asado en una bandeja y lo tapamos, para que no enfríe, con una tapadera cóncava.

Se daba la circunstancia de que todas las civilizaciones, existentes hasta entonces, no se habían desarrollado de norte a sur, sino de este a oeste, en los ricos y prolíferos valles de los ríos Indo, Eúfrates, Tigris y Nilo.

Es por eso que, para la mentalidad de la época, resultaba mucho más fácil concebir una bandeja que albergase a la tierra y a los mares, rectangular y más ancha en dirección este – oeste. Semejante idea era apoyada por el hecho de que el mar más conocido, el Mediterráneo, también se extendía en esas direcciones.

Los griegos empiezan a ver la luz

Los griegos tenían un sentido mucho más desarrollado de la Geometría y concibieron la Tierra como un disco circular con Grecia en el centro.

Hecateo de Mileto

Este disco estaba formado casi todo por tierra firme, con un borde de agua que penetraba hacia el interior conformando el Mar Mediterráneo.

En el 500 a. C., Hecateo de Mileto, dio a este disco un radio máximo de 8.000 km.

¿Y sobre que qué se apoyaba esa tierra plana en forma de disco circular?

Al igual que sus antepasados, los griegos se negaban a admitir el concepto de infinito y, por tanto, les contrariaba igual que ese disco se prolongase hacia abajo de forma indefinida, como que se apoyase sobre pilares infinitos o cosas por el estilo.

Era necesario buscar una nueva explicación que acabase con los inconvenientes de una Tierra plana, y quizás todo debía pasar por admitir otra forma para ésta.

Primeros indicios de una Tierra esférica

Cualquier navegante, en la época de los griegos, que navegase en dirección norte, sabía que algunas estrellas nuevas aparecían en el horizonte septentrional, mientras otras desaparecían por el horizonte meridional.

Este fenómeno se producía a la inversa cuando se navegaba en dirección sur y, en el 550 a. C., Anaximandro de Mileto dio una explicación al fenómeno sugiriendo que la Tierra era un cilindro que se curvaba en dirección norte – sur.

Sin embargo, una Tierra cilíndrica no daba explicación a otro fenómeno también conocido en la época y que consistía en que cuando un barco se dirigía a alta mar, y era observado desde la costa, su tamaño no disminuía paulatinamente hasta ser un punto que desapareciese, sino que, cuando todavía tenía un tamaño apreciable, parecía desaparecer primero el casco y más tarde el velamen.

Daba la sensación de que el barco, a medida que se alejaba, se hundía como si la Tierra fuese curva, y esto ocurría cualquiera que fuera el rumbo tomado.

La única figura geométrica que se curva en todas las direcciones, y desde cualquiera de sus puntos, es la esfera.

Constatación definitiva

Los astrónomos griegos no tardaron en intuir que los eclipses de Luna se producían cuando la sombra de la Tierra se proyectaba sobre la superficie lunar. Y dado que la proyección de la sombra era siempre circular, con independencia de las posiciones de la Luna y del Sol, asumieron que la Tierra era esférica (único cuerpo sólido que genera una sombra con sección transversal circular en todas las direcciones). Corría el año 450 a. C., y el primer filósofo griego que abordó la idea abiertamente fue Filolao de Tarento.

El concepto de Tierra esférica acabó con los problemas de la Tierra infinita, ya que la esfera es una superficie «finita» aunque «no tiene fin».

Así, en el 350 a. C., el filósofo Aristóteles de Estagira, apoyándose en la idea de una Tierra esférica, cambió el concepto de «abajo» para que no fuese considerado como una dirección fija y precisa, sino como una dirección relativa al centro de la Tierra. Es por eso que los objetos no «caían» fuera de la Tierra y el motivo por el que los habitantes de lejanos países no tenían la sensación de caminar cabeza abajo.

El tamaño sí que importa

Una vez que se determinó que la Tierra era una esfera se empezó a especular con su tamaño.

Resultaba evidente que no podía tratarse de una esfera demasiado grande porque, de ser así, las estrellas del cielo no se moverían al desplazarnos en dirección norte – sur; o, por poner otro ejemplo, la sombra de la Tierra sobre la superficie lunar parecería recta, pues la curvatura de dicha sombra sería muy pequeña para ser apreciada.

Los filósofos griegos, hacia el 250 a. C., llegaron a la conclusión de que el perímetro de la Tierra tenía que ser, al menos, de 9.600 km, debido a que esa era la distancia que separaba, en dirección este – oeste, a los extremos de las Tierra conocida (la India y el estrecho de Gibraltar).

Posteriormente, Eratóstenes de Cirene realizó la primera observación científica para determinar el tamaño de la Tierra.

Él sabía que en el solsticio de verano el sol pasaba, durante el mediodía, más cerca de su cénit que en cualquier otro momento del año, y también sabía que el astro pasaba por su cenit el 21 de junio sobre la ciudad egipcia de Syene; mientras que 800 km al norte, sobre Alejandría, el sol pasaba un poco menos elevado.

Clavando una estaca en el suelo de Syene, ésta no producía sombra alguna, en tanto que la estaca de Alejandría sí que producía una pequeña sombra que indicaba que allí el sol estaba a unos 9º de desviación de su cénit.

Si 800 km producían una desviación de 9º era fácil calcular qué cantidad de kilómetros eran necesarios para provocar una desviación de 360º, arrojando las cifras de 40.000 km para la circunferencia de la Tierra y de 12.800 km para su diámetro.

Los filósofos posteriores a Eratóstenes de Cirene prefirieron ignorar los realistas datos de éste y dar un tamaño menor a nuestro planeta, cifras que estuvieron en vigencia durante toda la Edad Media y que sólo fueron corregidas en 1522, cuando la única nave sobreviviente de la expedición de Magallanes completó la primera vuelta al mundo.

Hoy sabemos que la circunferencia de la Tierra es de 40.067,96 km y que su diámetro es de 12.739,71 km.

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