El convencimiento de que la Tierra estaba rodeada por una bóveda celeste, poco a poco, se fue disipando, gracias a los descubrimientos de los antiguos sabios.
Hace 2000 años los griegos ya habían descubierto la forma y el tamaño de la Tierra. Siin embargo, cada vez que miraban al cielo nocturno, se preguntaban en qué consistía aquello, a cuánta distancia se encontraban los puntos luminosos conocidos como estrellas.
En un primer momento, cuando se creía que la Tierra era plana, resultaba muy sencillo concebir una bóveda celeste de unos 17 km de altura (suficiente para albergar a las montañas más altas y a las nubes), que se ajustaba a la bandeja que formaba la Tierra por todos sus bordes, impidiendo que las aguas de los océanos se desbordasen.
La creencia de una bóveda celeste
Más tarde, bajo el modelo de una Tierra esférica, estaba claro que había que concebir a los cielos como una esfera celestial aún mayor, pero no necesariamente mucho mayor: si el diámetro de la Tierra era de 12.800 km el de la esfera celestial podía bien ser de 12.832 km.
Los antiguos griegos, egipcios y babilonios observaron que la esfera celeste parecía describir una vuelta completa alrededor de la Tierra cada 24 horas. Durante este movimiento daba la sensación de que el cielo arrastra consigo a las estrellas en bloque, sin que se modificase la posición relativa existente entre ellas, y esto era así con el transcurrir de los años y de las generaciones.
Es por eso que pensaron que las estrellas estaban incrustadas en la bóveda celeste, creencia que perduró hasta el siglo XVII.
Algunos cuerpos se desprendieron de la bóveda
No obstante, los antiguos observadores del firmamento sí que se dieron cuenta de que determinados cuerpos celestes se movían con respecto a las estrellas. No podían estar adosados a la bóveda celeste, sino que se encontraban en una posición intermedia entre ésta y la Tierra.
Así, se conocían siete cuerpos celestes que, por orden de brillo, fueron nombrados como: el Sol, la Luna, Venus, Júpiter, Marte, Saturno y Mercurio. Los griegos los llamaron «planetes» («errantes»).
Por supuesto, en algunos casos, era posible especular acerca de qué planeta se encontraba más cerca o más lejos de la Tierra. Y, por poner un ejemplo, se sabía que la Luna estaba más próxima que el Sol, porque durante los eclipses solares pasaba por delante de éste.
Otro método, utilizado por los griegos, para determinar qué planetas eran los más próximos o los más lejanos, consistió en medir sus velocidades relativas con respecto a las estrellas, ya que era sabido que cuanto más lejano se encuentre un objeto en movimiento menos velocidad relativa tendrá. En otras palabras: el más lejano daría la sensación de moverse más despacio sobre el fondo estrellado.
Siguiendo este criterio, los griegos llegaron a la conclusión de que la Luna era el más próximo de los siete planetas, seguida por Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno como el más lejano.
La luna como reto más próximo
Es indudable que si se quería saber a qué distancia se encontraban los diferentes planetas había que comenzar por el más próximo, la Luna.
El primer intento serio lo llevó a cabo el astrónomo griego Aristarco de Samos (320 – 250 a. C.) quien, observando un eclipse de Luna, llegó a la conclusión de que la curvatura de la sombra proyectada por la Tierra sobre la superficie lunar permitía averiguar el tamaño de la sección transversal de dicha sombra en relación con el tamaño de la Luna.
Suponiendo que el Sol estaba mucho más alejado de la Tierra de lo que estaba la Luna y utilizando conocimientos básicos de geometría, consiguió averiguar la distancia que debía mediar entre la Tierra y la Luna para que la sombra proyectada tuviese las dimensiones observadas.
Pero, dado que nuestro satélite no describe una órbita circular sino elíptica en torno a la Tierra, esta cifra se reduce a 356.334kmen el perigeo (punto de mayor acercamiento) y se incrementa hasta los 406.610km en el apogeo (punto de mayor alejamiento).

Hiparco de Nicea (190 – 120 a. C.), mejoró el sistema para calcular a qué distancia se encontraba la Luna, y llegó a la conclusión de que esta distancia equivalía aproximadamente a treinta veces el diámetro de la Tierra.
Así, si el diámetro de nuestro planeta se estimaba en 12.800km,la distancia a la Luna debía ser de unos 384.000 km. Esta valoración resultó ser excelente para la época, si tenemos en cuenta que hoy sabemos que la distancia media entre la Tierra y la Luna es de 384.317,2 km.
Conocida la distancia a la Luna, podía calcularse su diámetro a partir de su tamaño aparente. Este diámetro se cifró en 3.480 km, con una circunferencia de 10.900 km.
La distancia al Sol como siguiente enigma
Aristarco de Samos descubrió que cuando la Luna se encontraba exactamente en el primer o en el último cuarto ocupaba, junto al Sol y la Tierra, los tres vértices de un triángulo rectángulo.
Midiendo el ángulo que separa a la Luna del Sol, vistos desde la Tierra, y utilizando nociones básicas de trigonometría, pudo calcular el cociente entre las distancias a la Luna y al Sol. Dicho de otro modo: conocida la distancia a la Luna era posible determinar la que nos separaba del Sol.
Pero resultó que la medición de ángulos en el espacio, sin disponer de instrumentos adecuados, era una tarea muy difícil, y también se convirtió en una empresa complicada determinar el momento exacto en el que la Luna se hallaba en el primer o en el último cuarto.
Es por eso que las medidas que obtuvo Aristarco resultaron ser erróneas, ya que llegó a la conclusión de que la distancia que nos separa del Sol era unas veinte veces la que nos separa de la Luna, lo que venía a decir que el Sol se encontraba a unos 8.000.000 de km. de distancia.
La cifra está muy por debajo de la real. Sin embargo, a pesar de este error, los griegos habían dado, hacia el 150 a. C., un salto cualitativo y cuantitativo muy importante, ya que su esfera celeste había pasado a medir varios millones de kilómetros de diámetro, en lugar de los 12.834km iniciales.